La escoba que ya no barre ni borra*

*Nota publicada en la revista de la Carrera de Comunicación Social UNQ. Enlace revista

                     Integrantes del Proyecto

Las audiencias del juicio por los delitos de lesa humanidad ocurridos en el centro clandestino denominado “La Cacha” se realizan los miércoles y viernes en el Tribunal Oral en lo Criminal Federal Número I de La Plata, desde el 18 de diciembre de 2013. Un grupo de estudiantes, graduados y docentes de la Universidad Nacional de Quilmes asisten y las registran.

 En la causa “Arias Duval, Alejandro Agustín y otros s/ Homicidio, Privación Ilegal de la Libertad, Tormentos y Sustracción de Menores” se juzga a veintiún imputados, entre militares, penitenciarios y un civil, acusados de crímenes de lesa humanidad que fueron parte del plan sistemático de desaparición durante la última dictadura.

Este centro clandestino estuvo ubicado en las inmediaciones de la cárcel de Olmos, en las afueras de la ciudad de La Plata, y era conocido como “La Cacha”. Los represores lo bautizaron de ese modo en referencia a la bruja “Cachavacha”, archienemiga de “Hijitus”, dibujo animado de García Ferrer, poseedora de una escoba capaz de borrar mientras barría.

Entre los dieciséis juicios de lesa humanidad vigentes, el de “La Cacha” tiene la particularidad de realizarse en un espacio diseñado como sala teatral a la italiana, que pertenece a la AMIA y es alquilado por Tribunal Oral en lo Criminal Federal N°1 de La Plata como sala de audiencias.

Hasta el momento se sentaron en el banquillo a declarar 20 acusados, entre los que se destaca Miguel Etchecolatz, Jaime Lamon Smart y Héctor “Oso” Acuña, entre otros y 82 testigos, de un total de 200.

 En la sala

Quienes acuden al juicio, sin ser parte ni de la querella ni de la defensa, pueden presenciar las audiencias desde las butacas del teatro. Para ello deben identificarse y registrarse ante la policía y el personal del Tribunal. Ellos son los encargados de autorizar el ingreso y colocar una cinta en la muñeca que distingue en azul y rojo entre quienes participan del público y los trabajadores de prensa.

Se puede estar en lo bajo, elevar la mirada hacia el Tribunal, o se puede estar en la platea y descender la vista al escenario. Lo que es imposible, más allá del lugar desde donde se mire, es permanecer inmóvil ante este acto.

En el centro del escenario están los jueces Carlos Rozansky, Pablo Jantus y Pablo Vega. A su derecha los abogados defensores y detrás de ellos, los imputados. A la izquierda de los jueces se encuentran los fiscales y abogados de la querella. Frente a las autoridades del tribunal hay un sillón de cuero marrón en el que, desde el 18 de diciembre de 2013, se han sentado los imputados, testigos, ex detenidos del centro clandestino “La Cacha” y familiares de desaparecidos.

Para quien mira desde la butaca, la escena se compone de espaldas y por esquivas miradas de los oficiales del Servicio Penitenciario que custodian a los imputados. Quien observa en lo alto, ve cabezas, butacas vacías y unos pocos rostros; los de los jueces y abogados. No se permite la entrada de banderas ni pancartas, pero la excepción a la regla es un pañuelo atado en la baranda que encierra a los imputados. Es un pañuelo blanco con la estampa del contorno de una cara vacía con boina y la inscripción “¿Y Julio López?”. Este mensaje interpela, como un constante recordatorio.

Cada miércoles y viernes en el Tribunal Oral Federal N°1, suceden pequeños viajes en el tiempo hacia la década del 70. Cuarenta años después se vive y se respira algo de esa época; la ropa, los peinados, los bigotes y las palabras. Subversivo, zurdo, nombre de guerra, ERP, PRT, Montonero, «chupadero», «trompis» (trompada), la Marina,  AAA, etcétera. Palabras y siglas remiten al pasado pero que se actualizan sin necesidad de traducción cada vez que es invocado. Palabras que tienen continuidad a través del tiempo, que no caducaron. Cabo Sabino, Tarzán, Palito, el francés, el griego, Smart, Etchecolatz. Entre las preguntas con respuestas imaginadas pero que deben pasar por la narrativa judicial, una que resuena es por “algún apodo que refiera a un animal” y cada vez con mayor frecuencia aparece la misma respuesta: “El oso”, el líder de las patotas que secuestraban.

Por momentos el juicio adquiere el matiz de lo espectacular. Mejor dicho, el matiz determinado por la disposición del espacio y de los cuerpos. Los jueces son los últimos en llegar al estrado, siempre un poco más tarde que el resto. Cada testigo citado, él o ella, ingresa desde la izquierda del escenario para sentarse en ese sillón vacío.

Los abogados defensores hacen del tiempo su táctica y lo llenan con preguntas que parecen absurdas para los que desconocen el proceder judicial. Mientras tanto, los imputados escriben en cuadernos, con fines que desconocidos y a destinatarios que el auditorio ignora.

Los abogados de la querella realizan preguntas con respuestas que se suponen de antemano pero que necesitan de esa puesta en acto para volverse presente. Todos tienen su protagónico, que entre figuras judiciales y performance sobresalientes, eventualmente superan a los testimonios de los testigos.

 Cuatro meses en “La Cacha”

Viernes 14 de febrero de 2014. Es la hora de la siesta y el calor es sofocante. Una parte de la sala está casi llena. Hay otros “espectadores” de edades variadas y reconocidas figuras de los organismos de Derechos Humanos platenses. La testigo llamada a declarar es María Laura Bretal y está sentada hace pocos minutos en el sillón de los testigos.

María Laura fue detenida el 3 de mayo de 1978, cuando tenía 25 años y permaneció 120 días encapuchada y engrillada en condiciones que describe como “infrahumanas e indignantes” en “La Cacha”. Comenta que, tras reiterados episodios de tortura, la dejaron en una “cueva” (unas celdas donde se sintió muy mal). Por pedido de sus compañeros, los guardias la trasladaron donde había camas. También “ahí estuvo Rita”, recuerda María Laura Bretal.

“Rita” era Laura Carlotto, de 23 años e hija de Estela de Carlotto, quien también estuvo detenida en “La Cacha” durante su embarazo. De Rita, María Laura recuerda que “tenía una mirada con un orgullo, una valentía”, y agrega: “Rita sabía que habían matado a su pareja”.

Había otras mujeres en “La Cacha”: “Rosita”, en su séptimo mes de embarazo y “La Gringa”, que estaba convencida de que no la dejarían salir. Esta última, era la encargada de lavar la ropa de todos en el centro clandestino con un electrodoméstico quizá robado de su casa en un allanamiento.

La solidaridad entre los secuestrados no era una práctica ajena en “La Cacha”: desde enseñar métodos de respiración a las madres primerizas, hasta evitar una violación, o inventar recreaciones para distraerse y acompañar en los momentos de angustia extrema. Todo ello dependía de quienes estuvieran de guardia: “Los Porotos” (el Ejército), “Los Pirulos” (Servicio Penitenciario), “Los Carlitos” (la Marina) o “Los Pitutos” (la patota del Servicio de Inteligencia del Ejército).

En el caso de las chicas, la excusa para la detención y tortura era constante: “Vos te apartaste del rol que tenías que cumplir de ser madre y esposa, por ser militante”; entonces, “el cuerpo de las mujeres se transformaba en un campo de batalla, en un trofeo”, explica María Laura Bretal. Los delitos sexuales acontecían diariamente a la par de los insultos, el miedo y la perversidad. Un día María Laura hilaba un enterito para su hija con lana que le había traído un guardia. Al verla otro guardia le preguntó “¿Qué estás tejiendo, la capuchita de tu bebé?”.

María Laura fue liberada una madrugada de julio. Su bebé nació en la capital bonaerense, quince días después de abandonar “La Cacha”. En su liberación, había recibido la advertencia de no retornar a la ciudad de La Plata. Incumplido el pacto, sus captores le recordaron que seguían vigilándola. Durante los dos años sucesivos, los torturadores la persiguieron en la calle y llamaron a la casa de sus padres para saber dónde estaba.

Desde 1984 en adelante María Laura Bretal estuvo diez veces sentada frente a jueces y fiscales brindando testimonio. Ante la CONADEP; en Italia, Alemania y España; en los Juicios por la Verdad; en el Juicio por el Plan Sistemático de Apropiación de Bebés; y en el Juicio por la Verdad y Base Naval en Mar del Plata.

Citada en la causa por los crímenes acontecidos en “La Cacha” hizo un pedido especial: indagar a los “reos imputados por todos los compañeros, que se solicite la instrucción de las causas residuales y que se dé la condena máxima: cárcel común a todos los genocidas”. En ese instante, casi como si lo hubiera estado esperando, el público comenzó a cantar: “Cárcel común, perpetua y efectiva. Ni un solo genocida por las calles argentinas.”

¿Qué estás tejiendo, la capuchita de tu bebé?

Autor

Para un observador que ingresa a la sala de audiencias, la vista se ubica inmediatamente en el costado derecho. Llama la atención, como si se tratara de una balanza justiciera con todo el peso de un lado y nada –absolutamente nada- del otro. Es que el público del Juicio a La Cacha se sienta próximo a la querella y no atrás de los veintiún imputados. Claro que siempre llega un visitante despistado que, con tal de ver mejor la escena que se desarrolla, se acerca a los ancianos. Pero enseguida aparece un policía haciendo las aclaraciones debidas y ahí se percibe al instante quién es quién en esta reunión.

Es la hora de la siesta y hace calor. Sin embargo, una parte de la sala está casi llena. Además de los integrantes de los organismos de Derechos Humanos, hay otros “espectadores” con edades bien variadas.

La testigo María Laura Bretal está sentada desde hace unos minutos. Su declaración comienza y describe los momentos encerrada, con su panza de cuatro meses, en el centro clandestino próximo al penal de Olmos, desde el 3 de mayo de 1978. Pasó 120 días encapuchada y engrillada, en condiciones que describe como “infrahumanas, indignantes”.

Cuatro meses en La Cacha

En la habitación donde subsistía, continuamente entraban dos torturadores, a los que calificó como “El bueno” y “El malo”. Recordó su paso por la “parrilla” y la tortura fallida porque el bondadoso tuvo piedad:

-Esperemos a que tenga al pibe para picanearla.

Al principio, estuvo sola en una sala y después la llevaron a un centro donde había otros detenidos.

Repasa uno a uno a los compañeros que compartieron cautiverio. Nombres, apellidos y apodos. Espacios de militancia: Montoneros, PCML. Se acuerda de presos legales que luego de su libertad fueron secuestrados y detenidos en La Cacha. Se acuerda de otras embarazadas y de una muy joven, encerrada con su madre y protagonista-testigo de las torturas. Se acuerda de quienes habían sido trasladados desde la base naval de Mar del Plata y hace especial énfasis en los malestares por uno de los secuestrados de origen judío: “Los reos que estás atrás se acordarán perfectamente”, remata. Y se acuerda, también, de una de las historias que le contaron ni bien llegó: el tormento sufrido por una abuela de 78 años porque buscaban al nieto y “no lo cantó”.

Comentó que la habían dejado en una “cueva”, unas celdas donde se encontraba realmente mal. Ante cada dolencia, le daban la “aspirina naval”. Por motivación de sus compañeros, los guardias la trasladaron al piso de abajo, donde había camas:

-Ahí estuvo alojada Rita.

Rita era Laura Carlotto, quien también estaba embarazada. “Tenía una mirada con un orgullo, una valentía”, describió la testigo y agregó: “Rita sabía que habían matado a su pareja”. Ellas no eran las únicas mujeres: también se encontraban “Rosita”, con una panza de siete meses, y “La Gringa”, que estaba convencida de que no la iban a dejar salir.

La Gringa era la encargada de lavar la ropa de todos en el Centro. Y seguramente lo hacía muy bien, ya que el electrodoméstico era el de su casa, robado a lo mejor en un allanamiento.

La declarante precisó que el 26 de junio empezaron a gritar para que a Rita la trasladaran a tiempo para dar a luz a su bebé, cuyo nombre iba a ser Guido. De acuerdo a Laura Bretal, la hija de Estela de Carlotto recibía comida de mejor calidad. Quizás no tuvo que alimentarse con el condimento “cagadita de rata”, como los demás. “El hijo de Rita ya tenía destino (…) Es evidente el Plan Sistemático de Apropiación de los Niños (…) Guido ya estaba asignado a alguno de estos depredadores”, relató con firmeza.

Tiempo después del parto, A Rita y a otro de los detenidos los sacaron juntos. Y los masacraron juntos en Isidro Casanova.

Resistencias

La solidaridad entre los detenidos no era una práctica ajena a La Cacha: enseñar métodos de jadeo a las madres primerizas, evitar una violación, acompañar en los momentos de angustia extrema, inventar recreaciones para distraerse. Dos de los secuestrados habían armado un ajedrez: “Hacían muñequitos con pan y saliva y se los iban pasando en la guardias (…) Corrían un poquito el tabique y jugaban”, contó la testigo. Claro que todo ello dependía de quiénes estuvieran de guardia: “Los Porotos” (el Ejército), “Los Pirulos” (Servicio Penitenciario), “Los Carlitos” (la Marina) o “Los Pitutos” (la patota “nazi” del Servicio de Inteligencia del Ejército).

En el caso de las chicas, la excusa para la detención y tortura era sencilla:

– Vos te apartaste del rol que tenías que cumplir de ser madre y esposa. Por ser militante.

Entonces, “el cuerpo de las mujeres se transformaba en un campo de batalla, en un trofeo”, explicó Laura Bretal. Los delitos sexuales eran la violación y el miedo a la violación.

Y destaca que la resistencia, la solidaridad entre compañeros y la posibilidad de suicidio enfurecía a los represores, que se creían dueños de la vida y la muerte. Su objetivo era controlar y dominar, lo cual les generaba más placer que el sexual.

Liberación

-¿Qué estás tejiendo, la capuchita de tu bebé?

Laura Bretal estaba haciendo un enterito para su hija, con lana que le había traído un guardia. Sin embargo, los insultos, el miedo y la perversidad eran diarios y aparecían en cualquier momento.

Pero se iban a terminar, por lo menos, de manera cotidiana y explícita. El interrogador que llegó se llamaba Daniel. Laura Bretal decidió mentirle y le dijo que tenía fecha de parto para julio. Él se fue y regresó en agosto (porque no iba a dejar de tomarse las vacaciones de invierno). Le hizo escribir una carta. El 21 de ese mes la retiraron y la llevaron a la “casita”.

Eduardo, una especie de “administrador de La Cacha”, le compró un jumper verde, ideal para su panza de ocho meses, una muestra de cómo a plena luz del día, sacaban a pasear su hipocresía. A la 1 de la mañana arribó Daniel y la introdujeron en un auto, con algunos requisitos: no salir del país, no trabajar en educación, vivir a 60 km de La Plata y no contar nada de lo sucedido. Así la “liberaron”. Durante dos años, la tuvieron bien controlada: los torturadores llamaban a casa de sus padres para saber dónde estaba.

Su bebé nació quince días después de abandonar La Cacha, en la capital bonaerense. Antes del parto, Laura Bretal recibió una carta de Daniel diciendo que no cumplió el pacto y que la próxima vez la iba a pasar peor.

Ella recuerda que con el paso del tiempo iba a encontrarse con sus compañeros. El lapso acordado transcurrió y acudió a la cita. Fue la única.

Juicios

Diez veces vivió una situación como la de hoy: estar sentada frente a los jueces y brindar testimonio. En 1984, en la CONADEP; luego en Italia, Alemania y España; en el Juicio por la Verdad; en el Plan Sistemático de Apropiación de Bebés; y en el Juicio por la Verdad y Base Naval en Mar del Plata.

En esta oportunidad, hizo un pedido especial: indagar a los “reos imputados por todos los compañeros”, que se le pida al Juez Blanco la instrucción de las causas residuales y que se de la  condena máxima, cárcel común a todos los genocidas.

En ese instante, casi como si lo hubiera estado esperando, el público comenzó a cantar:

-Cárcel común, perpetua y efectiva,

Ni un solo genocida por las calles argentinas.

Y la declarante sostuvo que 21 imputados eran muy pocos porque “el paso del tiempo es el mejor aliado de la impunidad”.

Cuando estaba por retirarse, recordó a un guardia, Pablo, estudiante de veterinaria, que llevaba cigarrillos para armar y tocaba la guitarra. Enseguida, un abogado de la defensa pidió hacer un reconocimiento de fotos. Un juez afirmó que lo iban a evaluar y solicitó que, por favor, esta vez no incluyera la imagen de Dr. House. Algunas personas del público ya estaban cansadas de escuchar esa voz a favor de un imputado:

-Una amiga abogada dice que éste es un buen tipo. Les pregunté a mis chicas y dicen que es un hijo de su madre…

-Y bueno, por algo son todos abogados. También tu amiga.

Entre idas y vueltas, la testigo acepta. Pero indica que sería más sencillo si escuchara las voces. El abogado está a punto de decirlo. No obstante, Bretal es más hábil y bromea: “Si le dan una guitarra a los imputados, tal vez lo puedo reconocer”. Risas. Rozanski, con su fórmula de dejar todo absolutamente claro para que nadie le haga reproches infundados, niega esa petición-chiste.

Al ver las fotos, Laura Bretal no reconoció al acusado Claudio Grande, el supuesto Pablo, pero  había aclarado la dificultad de rememorar el rostro tantos años después.

Y para que no quedaran dudas de por qué estaba atestiguando, Laura Bretal pidió permiso para leer un poema que le había hecho otro detenido antes de salir, “Plegaria a una madre engrillada”, como homenaje a todos los compañeros. Por ellos es éste juicio.

 14/02/2014

Elsa, Sergio y Julio

Ailín Ruso

En 1977, con 20 años, Elsa Luján Luna vivía en la calle 29 Nº 702, en La Plata. La  madrugada del 14 de abril de 1977 sintió golpes de piedras en su ventana y techo y oyó gritos por altoparlantes:
“¡Los habitantes de la casa salgan con las manos en alto!”
Estaba con Julio Beltaco, su marido, y su hijo Julián, un bebé de pocos meses. Un instante después, alguien vendó sus ojos y cubrió sus cabezas. Los que irrumpieron en su hogar preguntaban por personas, querían obtener información. “El interrogatorio fue más duro para él”, indica Elsa.
“¡Los habitantes de la casa salgan con las manos en alto!”
Es 14 de marzo de 2014 en el Tribunal Oral Nº 1 de la ciudad de La Plata. Sergio Beltaco, uno de los testigos en el Juicio del centro de detención clandestino conocido como “La Cacha” repite para el tribunal una de las frases que más se grabaron en su memoria. El hombre está de espaldas al público, que no puede ver su rostro pero si oye su voz con claridad.
No se permite la entrada de banderas, pero la excepción a la regla es una pañuelo atado en el barandal que encierra a los juzgados. Es un pañuelo blanco con la estampa del contorno de una cara vacía con boina y la inscripción “¿Y Julio López?”. Su mensaje interpela al púbico, como un constante recordatorio.
Al costado izquiero de Sergio, a sus espaldas y rodeados de varias sillas vacías, los imputados observan silenciosos la escena y uno de ellos toma nota atentamente. Frente a ellos, la defensa se acomoda en diagonal al testigo. A la derecha de Sergio, y enfrentados a los abogados de los imputados, la querella busca conocer su historia. Frente a él, el tribunal lo mira, pregunta, escucha. Sergio recuerda y declara.
“¡Los habitantes de la casa salgan con las manos en alto!”
Es 14 de abril de 1977, Sergio tiene 16 años. Está golpeado y rodeado de sus captores frente a la casa de su hermano mayor. Con gritos ordenan que Julio, de 23 años, aparezca ante ellos.
[EXPLICAR QUE LO TORTURARON Y LOS GUIÓ A LA CASA DE JULIO. EXPLICAR MILITANCIA DE JULIO]
En aquel entonces, el adolescente trabajaba en YPF, pero la golpiza le impidió moverse durante tres días perdió su puesto.

Casi un mes después de esa madrugada, Sergio volvió a aquella casa, pero la experiencia tampoco sería buena. Al entrar, sintió una frazada sobre su cuerpo y sufrió, otra vez, varios golpes. La indicación fue contundente: ¡Cuando tengas algo de qué hablar, mové la mano!
“El interrogatorio fue más duro para él”.
Elsa expresa que tiene recuerdos confusos de la noche de su secuestro ante el juez Carlos Rozanski y el resto del tribunal. El público la observa, algunos de los presentes anotan. [TAMBIÉN ESTÁN POLICÍAS] [ARRIBA ?], dos periodistas registran el testimonio con algunas fotografías.
Los trasladaron en el baúl de un auto durante un largo trayecto.
Vio por última vez a Julio el 26 de abril de 1977. Estaba golpeado y le costó reconocerlo. Julio insitió en pedirle disculpas, una y otra vez. El bebé está bien.
“Cabo Sabino”, “Tarzán”, “Palito”, “el francés”, “el griego”. Elsa enumera ante el juez Carlos Rozanski los sobrenombres de sus captores que oyó a lo largo de sus 38 días detenida en La Cacha. “¿Recuerda algún apodo que refiera a un animal?” se la rebusca un fiscal, al que no se le permite inducir a la respuesta, para obtener otro alias reiterado en más de un testimonio: “El oso” era otro de los que rondaba a los detenidos.
El 22 de mayo a la medianoche le avisaron que la liberarían. Ella pensó que esa situación no era real o que algo malo podría pasarle. La trasladaron en el piso de un auto, rodeada de captores y armas largas y la abandonaron en la Ciudad de los Niños, en la localidad de Gonet. Antes de irse le dieron monedas y le dijeron que contara hasta 100 para quitarse la capucha. Una vez que hubo silencio se trasladó hacia la parada del 518 para volver a casa. Cuando bajó del colectivo corrió a reencontrarse con su hijo y su familia.
El testimonio de Elsa es llamativo. “Nunca vi cosas raras” comenta al tribunal cuando rememora las actividades de su marido, militante de la Juventud Peronista. Hacia el final del testimonio, Rozanski le recuerda que su caso está caratulado como “víctima de privación ilegal de la libertad y tormentos”.